Sombra de Luna *

a H.P.Lovecraft, en homenaje
Mi madre me obligaba a asistir al barbero cada dos semanas. Era un fastidio; siempre tenía que ser los domingos y prácticamente se perdía toda la mañana, que bien podría ser aprovechada para otra cosa. Eso sin contar con la molestia adicional de los pelos que se introducían entre la piel y la camisa, y el olor asfixiante de las lociones y talcos. Por eso siempre prefería ir a primera hora de la mañana, salir pronto y llegarme al campo de pelota más tarde. Con suerte era el primer cliente del día y entonces no todo se perdía. Hasta me queda tiempo para ver los cartelones del cine. No sé qué pensaría mi madre sobre lo diligente que me mostraba en cumplir sus disposiciones sanitarias, pero para mí esto era la aceptación de una fatalidad contra la cual ya no se podía luchar. Mi filosofía era tomar ese cáliz lo más pronto posible.
La barbería era una casa estrecha, de dos plantas; el piso inferior tenía dos largas ventanas enrejadas como las de casi todo el pueblo y antiguos adornos coloniales en las paredes; en cambio, el piso superior era de madera y una sola ventana se asomaba con discreción a la calle, como si no quisiera llamar en exceso la atención sobre su reciente origen. Parecían dos casas superpuestas. Cuando alguien caminaba en el piso de arriba, el techo de madera oscilaba sobre las cabezas de los clientes. Allí vivía el barbero y su mujer; una pareja italiana aún joven, pero en esa edad, difícil de precisar, anterior a los cuarenta y posterior a los treinta. Él era gordo y escrupulosamente limpio. Se peinaba el abundante cabello negro hacia atrás, lo que daba un aire estereotipado de director de orquesta. A la mujer la había visto poco, pero sabía que contrastaba poderosamente con su marido. Descuidada, desaliñada; eso hasta yo podía notarlo. Usaba batas desteñidas y no muy limpias, o vestidos siempre demasiados anchos o estrechos, como quien se viste de lo que le regalan; su cabello grasiento, desordenado y mal cortado acentuaba su aspecto menesteroso y teatral. A veces bajaba a la barbería para decirle algo al marido en un italiano de sonoridades ásperas, y en tales momentos un vaho de comida y sudor se imponía al de las colonias. El barbero dilataba los agujeros de la nariz absorbiendo todos los olores nefastos, y revolvía los ojos como diciendo que todo eso era malo para el negocio. Ella no parecía hacerle ningún caso: reclamaba, o preguntaba algo (¡quién sabe!) y lanzaba miradas desconfiadas sobre los clientes. Entonces yo notaba que tenía los ojos oscuros y desdeñosos, y con ellos nos condenaba: al marido, al negocio, a los clientes, al clima. Otra cosa advertía: era bonita, a pesar de no querer serlo, a pesar de ella misma; y sus piernas tampoco estaban nada mal.
Al italiano me lo encontraba con frecuencia. En el cine: él haciendo la cola para la primera función de la noche, formal en un traje de tonos oscuros, yo saliendo de la última película de la tarde. También en una bodega cercana a mi casa, a la que asistía para hacer las compras. En la parte trasera había una destartalada y solitaria mesa de billar, mal iluminada, con los bordes desflecados; a su alrededor se movían figuras vagamente humanas, casi sombras que, en ocasiones, reían, pero la mayor parte del tiempo permanecían en silencio, absortos por el rumor de trueno lejano de las bolas. El italiano poco se acercaba a la mesa, y cuando lo hacía sólo miraba. Yo lo miraba a él. Su lugar preferido estaba un poco más allá, bajo una lámpara de neón cubierta con un plástico rojo y esta iluminación le proporcionaba un aspecto ligeramente fantástico, como el habitante de un país en las profundidades, un ser de claridad y sombra, alumbrado por los resplandores de la fundición de las piedras, conocedor de un fuego que a los humanos sólo se le revela en sueños. Esto resultaba tan contrastante con su gris apariencia de ciudadano ejemplar que me llenaba de asombro, no podía asimilar esas dos imágenes que se desplazaban y anulaban en un juego de transparencias, y me debatía en la confusión de mis impresiones.
En esa mesa se reunía con dos o tres compatriotas, ruidosos y vulgares, a beber cerveza. Curiosamente, esta cualidad fantasmagórica de la que hablo no tocaba a sus acompañantes, quienes, siendo también bañados de luz cárdena, únicamente adquirían el aspecto congestionado de quienes realizan un gran esfuerzo físico. Él mantenía una ecuanimidad teñida de cierto despegado interés. Luego de algunas horas salía, solo o acompañado, cuando ya la noche se extendía sobre las calles, gesticulando suavemente con las manos a la altura de la cara.
Una mañana llegué y la barbería todavía estaba cerrada. Eso no había sucedido nunca, a pesar de que en ocasiones me plantaba en la puerta tan temprano que era el primer cliente. Fui al cine que quedaba dos casas más allá y a través de la reja vi los carteles color pastel anunciando aventuras de guerra, noches árabes erizadas de espadas y alguna cinta no apta para menores. Para ese día exhibían "Las manos de Orlac", una vieja película de terror que valía la pena. Luego me dirigí a la fuente de soda, pero desde la calle sólo me mostró un interior solitario y triste de mesas vacías, frigoríficos relucientes e inactivas máquinas de servir helados (un aparato recién llegado al pueblo, con seis palancas negras y otros tantos surtidores por los cuales caía en las barquillas un helado de chocolate y fresa con forma de remolino o caracol). No abrirían hasta dentro de una hora y recordarlo me llenó de impaciencia. Regresé a la barbería. A través de la ventana vi al italiano, de espaldas a mí, junto a la repisa. Intenté abrir la puerta pero se resistió con un temblor estrepitoso de vidrios.
El barbero miró sobresaltado sobre su hombro, en mi dirección. Esperó unos segundos en esa posición y luego caminó hasta la puerta, descorriendo los cerrojos.
Algo había cambiado en él. No era el mismo de dos semanas atrás. Ni siquiera era la figura misteriosa de la cueva de resplandores rojizos. El rostro relucía, el sudor se acumulaba en gruesas gotas sobre la frente y bajaba en dos hilillos trasparentes a ambos lados de la nariz. La boca distendida en una sonrisa recogía parte de este sudor, que brillaba en forma de gotas más pequeñas en el labio superior y en las comisuras de la boca como una diminuta lluvia a punto de caer. En su bata de trabajo había pequeñas manchas de suciedad. Pero el cambio más profundo no podía ser apresado de forma tan concreta. Un aire malsano lo rodeaba como las miasmas que se elevan de un pantano envenenado. Invisibles zarcillos de niebla gélida pasaron sobre mi rostro.
Fui sentado en la silla giratoria, elevado algunos palmos y cubierto con la tela blanca que yo conocía tan bien. Mi cabeza sobresalía como un penacho de humo oscuro en la prominencia de un volcán nevado. En el espejo de la pared me vi con expresión de susto, un susto pequeño que no sentía, pero que podía ver aflorar en los ojos negros de la figura en el cristal. El barbero me daba la espalda, inclinando sobre el mueble donde manipulaba con singular torpeza los frascos e instrumentos, como alguien aquejado de una repentina amnesia que espera recobrar los recuerdos desaparecidos tocando con insistencia los objetos más cercanos.
Se volvió, llevando en las manos un peine y una tijera. Una sonrisa, que parecía no pertenecerle, flotaba, inestable, sobre su rostro. Colocado detrás de mí, inició su trabajo; pero el ruido de las tijeras era arrítmico, con largas pausas seguidas de una actividad frenética, revelador de un estado anímico inquietante.
-La consideración, el reconocimiento -dijo, sorprendiéndome-, eso es lo que cuenta. No me importa el dinero. Si ustedes supieran las molestias, los sacrificios que hace uno por satisfacerlos, por eliminarles inconvenientes. Los clientes no entienden eso, piensan que todo se les debe... vea usted -me mostró una navaja que saco no sé de dónde-, la gente tiene confianza en mí. Ustedes dejan sus gargantas al alcance de mi navaja, perdidos en sus propios pensamientos, olvidados de mí. La navaja pasa sobre sus pieles, arrastrando la espuma y la barba; la hoja siente la vida debajo de ella, el impulso secreto de la sangre. No más que una línea de sangre y sombras separa la muerte de la vida. Yo conozco su fragilidad. Me bastaría aumentar un poco la presión de mi mano, torcer la muñeca con levedad, y el torrente de la vida escaparía, abandonando el cuerpo y nutriendo la fría luna del metal con su tibia presencia. Por supuesto, sería un ser indigno si traicionara la confianza que se ha puesto en mí. Alguien tiene que velar por los demás. Lo digo sólo para que comprenda que estoy consciente de mis responsabilidades. Y sin embargo... A veces me pregunto... ¿Nunca ha imaginado un momento así, el momento definitivo de un cuerpo escapando de este mundo?
Su rostro estaba muy cerca del mío. Aún sostenía la navaja, totalmente innecesaria para mis mejillas lampiñas, pero no me amenazaba con ella. La mantenía apretada en el puño. Arrojaba su respiración nauseabunda contra mi cara. Pensé escapar, pero no me atreví.
-¿Quién no ha sucumbido, así sea una vez, a las delicias de imaginar el hecho más atroz y sublime? Si se pudiera... sólo con seres despreciables, que no valieran nada para nadie, ni para ellos mismos. Seres repulsivos, venidos a la tierra para dispersar la amargura y la fealdad en los vientos. ¿Usted conoce algunos, no es cierto? No se avergüence de confesarlo. Todos tenemos nuestra pequeña lista de individuos que suprimir: un vecino, un desconocido, hasta su propia madre. Nada más sencillo: un simple tajo, un estremecimiento y nada más. Sería reconfortante, como volver a dar cierto orden a la naturaleza...
En ese momento, una gota oscura cayó sobre la tela blanca que me cubría. Rodó por un pliegue y se detuvo, espesa. Muestras miradas la siguieron. Luego al mismo tiempo, volvimos los rostros hacia arriba y vinos cómo una amplia mancha roja se formaba en el techo, colándose entre las uniones de las maderas. Después otra gota se desprendió y vino a dar junto a la primera. Escuché un estertor a mi lado y un ruido de frascos que caían y se rompían. El italiano salió de la habitación con una especie de ulular lastimero, yo corrí; corrí por las calles llevando en mis manos la sábana manchada.
*Partir. Editorial Troya/Memorias de Altagracia. Caracas. 1998.
También publicado en steemit.com

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